por Mauricio Amar
En un increíble libro sobre la poética en el mundo árabe clásico, Lara Harb introduce un concepto estético que no está cartografiado por la distinción entre lo bello o lo sublime. Se trata de lo asombroso. Si lo bello, desde Kant, por supuesto, remite a una experiencia que se produce al apreciar la armonía y proporción en una forma o una obra de arte, y lo sublime, en cambio, a la experiencia de encontrarse frente a la inmensidad y la majestad de algo, como una montaña o un océano; lo asombroso refiere a una experiencia de extrañeza que, sin embargo, nos inunda y mueve el alma. Extraño e inquietante es aquello que proviene de fuera, como una palabra de una lengua que no es la nuestra o una asociación, relación, entre ideas que la disposición de la trama de la comunicación no habría podido predecir. El asombro en la poesía árabe se revela como una posibilidad inscrita en todo discurso, pero especialmente en aquellos que se excluyen de participar de una relación entre lo verdadero y lo falso. En una zona de desactivación de esos dos polos, surge la variación, el desplazamiento originario –un clinamen – de la palabra que nos recuerda constantemente el gesto poético. En el límite de la lengua una inoperosidad acecha a toda fórmula comunicativa. Pero es un límite constitutivo que la comunicación lucha constantemente por clausurar. La poesía no se pone en búsqueda de ese límite, sino que lo manifiesta en la lengua, asombrando.
La bióloga marina Rachel Carlson, a quien el futuro le deberá, si sobrevivimos, las primeras alertas serias sobre la crisis climática, pensó que necesitábamos el gesto infantil del asombro si queríamos descubrir nuevas posibilidades para habitar el planeta. Como los niños en quienes la lengua siempre trastabilla, una nueva forma de vida sólo aparece cuando nos asombramos, abriendo el espacio de la seguridad de la comunicación a la aventura de lo inapropiable. Un mundo asombroso es espacio y tiempo de descubrimiento, de preguntas, de nuevas sensaciones y renovadas búsquedas. Asombro, en este sentido, indica la experiencia por excelencia, del que el pensamiento no es más que una huella.
Mover el alma por medio del asombro no se limita, de ninguna manera, a una mera sensación de placer. Mover el alma puede ser también algo terrible, agotador y ofuscante. La proliferación de imágenes del genocidio en Gaza, Palestina, de hecho, nos dice algo tanto del propio genocidio como de la anestesia social, cuya inyección proviene de un lenguaje en el que hasta la violencia más extrema deviene un asunto a tratar con naturalidad y aceptación, pasos previos a codificarse como videojuego. Hay que ver Gaza con asombro. Asombro para indignarse, asombro de la destrucción, asombro de la bajeza, asombro de la humillación, asombro de que sea posible la brutalidad del sionismo. Y hay que ver Gaza con asombro. Asombro de la persistencia, asombro de la resistencia, asombro de niños hambrientos jugando entre los escombros. Y si digo ‘hay que ver’ es porque el asombro es una experiencia-disposición. Viene tanto de afuera como desde dentro, se introyecta y proyecta, es pasivo y activo a la vez. Y como toda experiencia, puede ser el acicate de la creación o el lugar de intervención del poder, que nunca nos quiere asombrados, sino encandilados, indiferentes.
El asombro, por tanto, se convierte en un mosquito que permea la epidermis y nos puede despertar con dolor. Abre la experiencia a la posibilidad de entender el sufrimiento y la violencia, así como también disloca de sus lugares seguros al lenguaje para darse modos de resistencia. No se trata de encontrar proporciones bellas ni de abismos insondables, sino de un habitar curioso en el que el mundo siempre está siendo y puede ser otro. El asombro, luego, es parte del tinglado en el que deseo e imaginación proliferan.
En un mundo que se muestra como catástrofe, asombro es el nombre de la primera y última experiencia.
columna publicada en https://ficciondelarazon.org/2024/05/15/mauricio-amar-asombro/
El asombro como antónimo de la deshumanización y como mínimo civilizatorio para oponerse a una ideología que se cimenta en la vulneración de otros.