Acuerdos de Oslo: más de tres décadas de promesas incumplidas y de resistencia palestina ante la ocupación sionista
El 13 de septiembre de 1993, el mundo aplaudió la firma de los Acuerdos de Oslo como un hito histórico, que prometía establecer una hoja de ruta, encaminada a una solución de dos Estados y al término del llamado “conflicto israelí-palestino”. La imagen de Yasser Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), estrechando la mano del primer ministro israelí, Yitzhak Rabin, bajo la mirada complacida de Bill Clinton, en los jardines de la Casa Blanca, fue presentada por los medios hegemónicos como el comienzo de una nueva era. Sin embargo, hoy, más de tres décadas después, la realidad se revela con toda su crudeza: Oslo constituyó un importante revés histórico para el pueblo palestino, una quimera de paz sostenida sobre un conjunto de promesas vacías, que no hizo sino profundizar la colonización sionista de Palestina, al reestructurar el campo de relaciones políticas y establecer una nueva gobernanza colonial por parte de Israel.
En un sentido general, los Acuerdos de Oslo se basaban en un intercambio recíproco: a cambio de la renuncia a la resistencia armada y el reconocimiento del Estado de Israel, lxs palestinxs obtendrían gradualmente el control de los territorios ocupados por el sionismo en 1967, y en un plazo de cinco años se establecería un Estado palestino. Pero la letra chica contenía vacíos que, con el tiempo, se volverían determinantes. Oslo nunca estableció plazos concretos para el camino trazado. Y cuestiones cruciales, como el futuro de Jerusalén, el regreso de los millones de refugiadxs palestinxs o la delimitación final de las fronteras, se pospusieron indefinidamente, permitiendo que Israel aprovechara dicho vacío para intensificar su agenda de expansionismo y limpieza étnica.
Aunque los Acuerdos de Oslo se asentaban en la progresiva transferencia de poderes a la recién creada Autoridad Nacional Palestina (ANP), Israel mantuvo el control sobre el 60% de Cisjordania (designado como “Área C”), donde se encuentran la mayoría de los recursos naturales y la tierra fértil de la Palestina histórica, mientras que los asentamientos ilegales no solo continuaron creciendo, sino que se aceleraron. Sólo entre 1993 y 2000, la población de colonos israelíes en Cisjordania casi se duplicó. En este sentido, lejos de detener la expansión sionista, el acuerdo sirvió como cobertura para su intensificación.
En este contexto, la ANP se convirtió, de facto, en una administración bajo la supervisión israelí, con poderes limitados y sin soberanía real, en un esquema de gobernanza que dependía financieramente de Estados Unidos y Europa y, en última instancia, de la aprobación de las autoridades israelíes, que conservaron el control total sobre las fronteras, el espacio aéreo y los recursos naturales palestinos.
Estrechamente relacionado con ello, uno de los aspectos más críticos de Oslo fue el tema de la seguridad. Los acuerdos exigieron a la ANP asumir la responsabilidad de la seguridad interna en las áreas bajo su control, lo que derivó en que esta autoridad actuara como un “intermediario” de seguridad para Israel, reprimiendo a la resistencia palestina en lugar de proteger a su pueblo de la ocupación. Esto generó una profunda frustración y descontento entre la población palestina, que vio cómo el liderazgo de la ANP se convirtió en un instrumento al servicio de la ocupación en lugar de luchar por la liberación nacional.
Oslo también reforzó la asimetría del poder entre Israel y Palestina. Mientras el régimen sionista mantuvo su dominio militar y político, los palestinos quedaron relegados a un estatus subalterno. La comunidad internacional, encabezada por Estados Unidos, se convirtió en la mediadora del proceso, pero su papel fue todo menos neutral. La diplomacia estadounidense, lejos de presionar a Israel para cumplir con los acuerdos, ofreció un respaldo incondicional a las políticas israelíes, contribuyendo al fracaso del proceso de paz y a lo que el historiador israelí Ilán Pappé ha llamado un “genocidio incremental” del pueblo palestino, que hoy vemos desatarse con una impunidad y poderío homicida que no tiene parangón en la historia reciente.
Hoy en día, los Acuerdos de Oslo han demostrado ser un fracaso histórico. Para muchos, especialmente tras la Segunda Intifada del año 2000, quedó claro que los acuerdos firmados en aquella hoja de ruta no lograron detener la expansión de los asentamientos ni mejorar las condiciones de vida de lxs palestinxs. Algo que Intelectuales como Edward Said lograron vislumbrar desde un comienzo, argumentando tempranamente que Oslo no conduciría a una verdadera liberación.
A 31 años de la firma de los Acuerdos de Oslo, las nuevas generaciones de palestinxs continúan enfrentadas a la máquina de muerte israelí y a su red de apoyos internacionales. El inminente colapso de la ANP bajo un modelo de gobernanza autoritario y neoliberal, junto con la creciente impunidad y el apartheid israelí, muestran que los Acuerdos están agotados. Y, sin embargo, aunque Oslo no fue la anhelada vía para la paz, sino la cínica cortina de humo que permitió al sionismo profundizar su ocupación y continuar con su proyecto colonialista, la heroica resistencia palestina se ha mantenido inquebrantable. En cada vida arrebatada y en cada hogar destruido, la lucha por la autonomía y sobrevivencia del pueblo palestino sigue viva, demostrando que la libertad no muere con las bombas ni se ahoga con el silencio cómplice del mundo.