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Palestina. El nombre del mundo

por Mauricio Amar

La cuestión palestina y el orden mundial han entrado en una fase decisiva. Antes del 7 de octubre de 2023, todas las tesis sobre la situación de la resistencia palestina manifestaban un profundo pesimismo por dos razones fundamentales: la normalización creciente de países árabes con el Estado de Israel, situación que concretaba un proceso de desafección iniciado en 1967 tras la derrota del panarabismo y agravado con los Acuerdos de Oslo de 1993; la total entrega de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) a los intereses de la ocupación en una colusión que incluía actores como Estados Unidos, la potencia ocupante Israel, la Unión Europea y, por supuesto, el gobierno títere de Mahmoud Abbas. Si la normalización indicaba un camino inevitable de plena integración de Israel en las economías y, por supuesto, en la trama securitaria de los países árabes, la ANP velaba porque la propia élite palestina, formada a su alero, no se quedara atrás en el proceso. 

Todo esto formaba parte del mundo ideal que Estados Unidos había previsto para la región desde la guerra de Iraq en 2003, donde se fraguó la idea del reordenamiento de Oriente Medio, pasando por la desestabilización en Siria en 2011 y la destrucción de la sociedad libia ese mismo año por las fuerzas de la OTAN. Con el debilitamiento de los países árabes que se oponían a la hegemonía israelí-estadounidense en la región, surgieron liderazgos indiscutibles como el de Arabia Saudita que vio con buenos ojos los llamados Acuerdos de Abraham, lanzado por el gobierno de Donald Trump, en el que, obviamente bajo tutela de los saudíes, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Marruecos, Bahréin y Sudán darían el primer paso en establecer plenas relaciones diplomáticas y comerciales con Israel. La normalización de los países árabes con Israel daría un segundo aliento al Estado sionista en un contexto en el que la geopolítica mundial ya se avizoraba difícil, especialmente por el declive hegemónico de Estados Unidos, a la postre el principal apoyo de Israel en la región, que desesperadamente ha buscado a través de la guerra potenciar su inestable economía. 

Mientras, en los Territorios Ocupados palestinos, Israel había dado rienda suelta a la construcción de nuevos asentamientos ilegales para colonos fundamentalistas religiosos, en lo que constituye una red de enclaves que atraviesan toda Cisjordania, dejando a las ciudades y aldeas palestinas convertidas en pequeños islotes sin continuidad ni posibilidades de movimiento. A esto debemos agregar, por supuesto, que la población palestina de Cisjordania vive al interior de un muro de segregación, totalmente controlada por puestos militares, puntos de control, carreteras separadas y los mismos asentamientos dispuestos en las alturas como verdaderos panópticos. Si observamos cualquier mapa de la distribución de asentamientos o de las zonas autónomas palestinas, comprenderemos muy bien porqué el sociólogo palestino Sari Hanafi ha utilizado el concepto de espacio-cidio para referirse no sólo a la destrucción y ocupación del espacio, sino también al borramiento de la historia palestina en el territorio, incluidas sus toponimias (Hanafi, 2013). 

La situación de Jerusalén, por otro lado, es aún más compleja. Desde 2021 Israel ha acelerado la ocupación de los barrios palestinos, que habitan en una condición muy especial, dado que no tienen ciudadanía israelí en una ciudad enteramente ocupada por el Estado sionista. Con ello, Israel asegura su capacidad de despojar legalmente a  sus habitantes de sus viviendas, avanzando en la limpieza étnica de la ciudad antigua, es decir, concretando la judaización del espacio a expensas de los palestinos. Sometidos a castigos por medios legales, incluso se les fuerza a demoler ellos mismos sus casas si no quieren pagar los costes asociados, o bien, en el mejor de los casos, sus viviendas son ocupadas directamente por colonos judíos provenientes de Estados Unidos o de Europa, que han decidido radicarse en Israel. El barrio palestino de Sheikh Jarrah se convirtió en un caso emblemático, donde persiste aún la violencia y la persecución a sus habitantes.

En el resto del país, la cuestión no pintaba mejor. En 2018 el parlamento israelí, Knesset, aprobó la controversial Ley del Estado-nación en la que se establece que sólo los habitantes judíos de Israel tienen derechos nacionales en el Estado. Con ello, el 21% de la población, los palestinos sobrevivientes de la Nakba de 1948 quedaron reducidos en sus derechos aún más, dado que desde su creación Israel ha restringido para ellos la compra de tierras, impidiendo el crecimiento natural de sus ciudades y, por supuesto, ha separado basalmente la ciudadanía de la nacionalidad, entregando esta última sólo a los judíos y de cualquier lugar del mundo. Este es un hecho fundamental, en el sentido de que, en la práctica, todo judío, independientemente de su origen, tiene legalmente más derechos que cualquier palestino. 

Por esto, es importante considerar que cuando hablamos de Apartheid en Palestina, no debemos restringirlo a sólo un espacio, Cisjordania, sino al conjunto de las tierras controladas por el Estado de Israel, desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo. El Apartheid opera como un sistema de múltiples funciones, que responde a las realidades que Israel debe enfrentar sobre el terreno. Mientras en Cisjordania los dispositivos se sustentan sobre todo en la violencia militar y los aparatos de seguridad, en Jerusalén y el resto del país, se despliega a través de funciones legales que intentan asegurar la mayoría demográfica judía.

La Franja de Gaza, por supuesto, merece una mención aparte. Este pequeño enclave costero no existe en términos geológicos, sino coloniales. Creada después de la Nakba como territorio controlado por Egipto, la franja es el lugar de llegada de cientos de miles de refugiados palestinos, cuyos descendientes conforman hoy cerca del 80% de su población. Ocupados militarmente en 1967, al igual que Cisjordania, fue espacio de colonización por asentamientos, que en 2005 el primer ministro israelí Ariel Sharon, decidió retirar unilateralmente, dejando al territorio completamente controlado por mar, aire y tierra. Dirigido por el Movimiento de Resistencia Islámica Hamas desde 2006, se transformó en un asediado, pero relativamente autónomo espacio, en el que las fuerzas de Al Fatah, el partido dominante en Cisjordania, no tenía capacidad de acción. En 2007, tras la captura de un soldado israelí por fuerzas de la resistencia, Israel declaró el bloqueo completo a la franja, haciendo que más de dos millones de personas quedaran habitando un espacio que el historiador Ilan Pappé ha llamado la cárcel a cielo abierto más grande del mundo (Pappé, 2018). Si Cisjordania, Jerusalén y el resto de Palestina viven un programa de limpieza étnica y espacio-cidio, la Franja de Gaza, en cambio, es víctima de una política diferente. Para ella Israel es una máquina de muerte y exterminio, de la que hoy presenciamos las consecuencias más terribles.

En 2018 los gazatíes llevaron a cabo una protesta generalizada en las zonas fronterizas con Israel. Este proceso se conoció como la Marcha por el retorno que, emulando la Intifada de 1987, convocó a la sociedad civil de manera pacífica para demandar el fin del bloqueo criminal que impone el Estado sionista. El resultado fue el asesinato de 189 palestinos y más de seis mil heridos por parte de las fuerzas ocupantes. Hay un punto de inflexión en este evento, en tanto para una buena parte de los habitantes de Gaza ha quedado claro que la resistencia anticolonial de carácter pacífica tiene bajos efectos, considerando que el cerco que Israel ha impuesto en el territorio le permitió colocar francotiradores en diferentes posiciones que pudieron asesinar a personal médico y periodistas sin mayores obstáculos. 

Es en ese panorama que emerge la operación Diluvio de Al-Aqsa comandada principalmente por las bases de Hamas en Gaza el 7 de octubre de 2023 y dirigida hacia los asentamientos israelíes ubicados en las principales zonas en que se emplazaban las aldeas de los refugiados gazatíes antes de 1948. Y, por supuesto, la historia no termina ahí. Israel, que probablemente no fue del todo sorprendido por la operación de Hamas, ha aprovechado esta oportunidad para concretar una empresa de mayor envergadura: la expulsión y genocidio de la población gazatí, con miras a apoderarse de las reservas de gas frente a las costas del enclave palestino. 

Retornando al contexto geopolítico, apoderarse de dichos recursos podría convertir a Israel y a Estados Unidos en los principales proveedores de gas a Europa, rompiendo con la dependencia de estos respecto a Rusia. Con ello, el proyecto de colonización se vería garantizado por su carácter estratégico. No hay que ser tan mal pensado para comprender que en parte el apoyo de la Unión Europea y, especialmente, de Alemania al genocidio que perpetra Israel en Gaza pasan por este tipo de intereses. 

Aun así, las cosas se han complicado para Israel y sus aliados. El ejército ha asesinado a más de 35 mil personas, la mayoría de ellos civiles, la mitad niños; ha destruido toda infraestructura relevante en la Franja de Gaza, incluidos hospitales, escuelas, reservas de agua, fuentes de electricidad, ha contaminado las aguas y ha perpetrado el crimen de muerte por inanición, evidenciando que Gaza no es un Apartheid sino un campo de exterminio. Todo ello, Israel lo ha hecho con misiles y violencia militar contra población civil, pero no ha logrado ningún objetivo militar relevante. No ha derrotado a Hamas, no ha salvado a los rehenes y ha comenzado a abrir nuevos frentes de conflicto. Desde El Líbano, Hezbollah ha logrado despejar una buena parte de los asentamientos israelíes en el norte de la Palestina ocupada, creando gran inseguridad en los sistemas militares sionistas. En el Mar Rojo, Yemen ha solidarizado con los palestinos bloqueando una enorme cantidad de buques cuyo destino es Israel. En Iraq, diferentes milicias han comenzado a rearticularse en torno a la cuestión palestina y han lanzado una serie de operaciones con drones hacia Israel. 

Pero aún más, a pesar de la grotesca propaganda que Israel ha hecho de la operación de Hamas el 7 de octubre, el genocidio ha logrado ser transmitido por las redes sociales y ha permeado la conciencia de gran parte del mundo. Como nunca, la cuestión palestina empieza a convertirse en un asunto de liberación mundial, que ha puesto incluso en jaque la relación entre los ciudadanos de las democracias liberales y sus representantes, que destinan mediante legislaciones recursos para alimentar la potencia bélica de Israel. Estados Unidos, Europa y el propio mundo árabe en proceso de “normalización” y complicidad (Egipto, Marruecos, Bahréin) han comenzado a sentir la presión popular que no ha olvidado que la herida de Palestina está abierta por todo el mundo árabe. 

En los últimos nueve meses hemos sido testigos de una transformación mundial, precisamente cuando el estado de cosas del orden internacional no daba para más. Aunque el genocidio continúa, por primera vez desde 1948 ha comenzado a extenderse con claridad la evidencia de que Israel es un proyecto colonial que no ocupa un porcentaje de la Palestina histórica, sino su totalidad. Develar este carácter colonial ha implicado comprender la trama que une a Israel con Estados Unidos, de manera que, a una escala ampliada del mapa, se puede apreciar que el sionismo no es Israel, sino una trama de poder que enlaza las metrópolis coloniales (Estados Unidos, Europa) con Estados vasallos (los Estados árabes “normalizadores”) y asentamientos de vanguardia (el Estado de Israel). 

Este develamiento del carácter colonial del mundo en el que el sionismo juega transversalmente es un cambio sustantivo que las diferentes sociedades han podido aprehender y volcar hacia acciones concretas de resistencia global. Desde las masivas marchas por las ciudades de todos los continentes, las tomas y acampes universitarios, las operaciones contra las industrias productoras de armas en Europa, hasta la comprensión del boicot como forma de lucha posible para todos, podemos comprobar que, así como Israel no se trata sólo de Israel, Palestina no es sólo Palestina, sino el espejo en el que las sociedades de control comienzan a mirarse. Su bandera, que no deja de recorrer las calles más insospechadas, es la bandera de cada pueblo que ha decidido organizarse para volver a tener esa imaginación política que por tanto tiempo había sido capturada. Queda mucho camino por recorrer, pero hoy sabemos que “desde el río hasta el mar” es el lema de un proceso de descolonización cuyos sueños son todos los ríos y todos los mares.



Bibliografía

Hanafi, S. (2013). Explaining spacio-cide in the Palestinian territory: Colonization, separation, and state of exception. Current Sociology, 61(2), 190–205. https://doi.org/10.1177/0011392112456505

Pappé, I. (2018). La cárcel más grande de la tierra. Una historia de los territorios ocupados. Capitan Swing.