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Mauricio Amar / La imagen y el dolor. Sobre la anestesia de los sentidos en la época del genocidio

Una imagen es un centro de tensiones. Cada imagen abriga fuerzas que la hacen vibrar. Cada imagen es desde siempre más que ella misma, puesto que deja fuera de la visión aquello que no está fuera de ella misma, su contexto, su entorno. Contextos y entornos físicos, materiales despojados de la visión, pero presentes como una carga fantasmal en la imagen. Sí hay una pericia propia de los medios de comunicación corporativos es la de saber precisamente qué dejar dentro y qué dejar fuera, apostando a que nunca nadie verá los fantasmas que cargan la imagen. Las imágenes de Gaza, llenas de cuerpos de niños mutilados, descabezados, quemados parecen un verdadero desafío para los medios. Con ellas no pueden recortar, abstraer, idealizar, porque la carne abierta por la máquina de muerte sionista, repetida millones de veces, desde diferentes ángulos, deja a las corporaciones la única decisión «razonable»: no usarlas o hacerlo sólo selectivamente para provocar un efecto emotivo singular, tan separado del contexto de sentido, que se convierte en su inverso, es decir, una imagen que se abstrae de su condición de aparición y se re-introduce como imagen explicativa o justificativa de los intereses de las propias corporaciones. Tal es el caso de una imagen que apareció hace unos días en el New York Times, donde un niño palestino mutilado por las bombas israelíes aparece en primera plana para contar una tragedia que tiene que ver con sobrevivir, con precariedad, pobreza, sufrimiento humano, sin mencionar una vez la palabra Israel, Estado que ha usado su ejército para mutilar a ese niño.

La imagen de ese niño se encuentra, de hecho, mutilada. Mutilada de sus espectros de sentido, de la materialidad bélica que ha hecho posible que un niño como cualquier otro sea mutilado. Como es evidente, por los intereses corporativos en juego, sólo en la medida en que el chico quede aislado de contexto, puede aparecer un relato en el que la guerra como problema resulta una tragedia casi natural o, peor aún, con una causa misteriosa que se puede leer en otras páginas, en otros lugares de la trama medial, donde los palestinos pueden ser representados como causantes de su propio sufrimiento por preferir –y por cierto esto basta con ser supuesto– a Hamas antes que a los moderados puestos por Israel y Estados Unidos, que les aseguran vivir para siempre en un Apartheid, en el mejor de los casos.

La manera técnica en la que el poder interviene la imagen abstrayéndola, trae consigo, además, una reintroducción de carga simbólica al interior de la imagen. La imagen nunca habla por sí misma, para eso están los artículos y noticias que dan cuenta del ojo de las corporaciones puestos en la guerra. Pero al crear esa ilusión, es decir, que la imagen no tiene un exterior, sino que se explica por sí misma, se abre el campo de la esencialización, es decir, la fijación de la imagen, la delimitación de cualquier tipo de movimiento en ella. Por eso una imagen en una página puede servir para designar a los palestinos como refugiados necesitados de caridad y en la siguiente, como terroristas incansables, que sólo quieren la destrucción de los judíos. Imágenes aparentemente opuestas, pero que confluyen perfectamente en la imposibilidad de representar a los palestinos a partir de su contexto, la ocupación, el exilio, el Apartheid y el genocidio en Gaza. La esencialización, incluso si funciona con formas fijadas en patrones dicotómicos y a veces contradictorios, siempre implica la reducción, donde el palestino aparece como terrorista o pobre, pero nunca como sujeto político.

Ahora bien, la producción incesante de imágenes desde el genocidio en Gaza, que desbordan a los medios, parecieran también, en un punto, saturar los sentidos de las «audiencias». Los nervios que se habían tensado ante el horror comienzan a acostumbrarse a una nueva realidad, en la que los niños pueden ser quemados, mutilados y decapitados por Israel. Este es quizá el fenómeno más grotesco de nuestra época, la normalización del genocidio por medio de la anestesia de los sentidos. Desconectar aquello del rol de los medios no es de ninguna manera razonable, si consideramos que es precisamente a través de la industria mediática –en la que debemos incluir el cine, la televisión, las redes sociales, la publicidad y los video juegos– que se ha experimentado por décadas con nuestros cuerpos, haciendo que sus umbrales de sensibilidad se encuentren cada vez más elevados, al punto que el erotismo se ha convertido en pornografía y el arte en publicidad.

Quizá esta sea la gran mutación antropológica de nuestro tiempo y por ello es posible la reaparición del fascismo, donde se reúnen de forma paradigmática el lenguaje binario y dicotómico y la insensibilidad convertida en programa. Quizá el hecho que los israelíes se paseen en barco frente a las costas de Gaza para ver el genocidio en directo sea el modelo del turismo que viene. Quizá los reels y fotografías de los soldados sionistas con las prendas femeninas de quienes han asesinado sean la base del humor de un mundo que ha dejado por completo de reír. Las imágenes se fijan, se detienen, esencializan y delimitan a la espera de un ojo nuevo, que retome la mirada perdida y aprenda nuevamente a vivir con sus espectros. Un ojo que no tolere el genocidio.

columna publicada en https://ficciondelarazon.org/2024/12/03/mauricio-amar-la-imagen-y-el-dolor-sobre-la-anestesia-de-los-sentidos-en-la-epoca-del-genocidio/