El término colonización suele usarse de manera equivocada al hablar de situaciones contemporáneas como la de Palestina. Históricamente, la colonización implicaba la ocupación de territorios por parte de potencias extranjeras, como ocurrió cuando Cristóbal Colón llegó a América en 1492. Sin embargo, la colonización no era solo la llegada de colonos, sino una estrategia sistemática de despojo y explotación de recursos, cultura y población indígena.
Este proceso de dominación física, cultural y económica creó jerarquías globales y estructuras de poder que no solo se limitaban a la ocupación de tierras, sino que establecían una violencia estructural hacia los pueblos colonizados. En el caso de Palestina, este proceso no se reduce a la construcción de asentamientos. Es un ejemplo de colonialismo en su forma moderna: un sistema que va más allá de la mera ocupación territorial y se manifiesta como un control total sobre la vida de los palestinos, sus recursos y su futuro político.
El colonialismo, entonces, no es solo una fase histórica, sino parte de una máquina imperial que, como explica el filósofo Achille Mbembe, sigue operando en la actualidad. Esta máquina no se limita a la ocupación física de un territorio, sino que está compuesta por una red de relaciones económicas, políticas y sociales que refuerzan una estructura de poder imperial. En este sentido, el imperialismo y el colonialismo están estrechamente relacionados, ya que el primero es el motor que perpetúa las dinámicas de control y explotación características del segundo.
Como señala Rodrigo Karmy, el colonialismo contemporáneo se ha transformado en una máquina de poder que impone una visión del mundo que despoja de su humanidad al “Otro” y lo subyuga a través de la violencia física, económica y simbólica. En Palestina, esto se refleja en políticas como el apartheid, la segregación, el desplazamiento forzado y la negación de derechos fundamentales.
El colonialismo, al igual que el imperialismo, sigue funcionando como una lógica de dominación estructural que se perpetúa a través de las relaciones de poder globales. La lucha contra este sistema no es solo por la restitución de tierras, sino por la restitución de la identidad, la autonomía y la dignidad de los pueblos.